18 junio 2009

LA COMPLEJIDAD DE LA ÉTICA


Trasversales

Luis M. Sáenz

La complejidad de la ética

Revista Iniciativa Socialista (primera época de la actual revista Trasversales) , número 76, verano 2005


La méthode 6: Éthique, Edgar Morin, Seuil, Paris, 2004

Edgar Morin completa El Método con la aparición de su sexto volumen: Éthique. En cierta forma, el más importante, aunque impensable sin los cinco volúmenes anteriores (editados en España por Cátedra) y sin otras de sus obras esenciales, como Terre-Patrie. No puede decirse que sorprenda a quienes hayan seguido la obra de Morin, pues en gran medida ya podían haberse hecho una idea bastante clara de la concepción ética de Morin... y, sin embargo, representa algo nuevo y necesario expresado con gran sencillez. De hecho, me parece uno de los libros más importantes para este comienzo de siglo. Más que reseñarle, pretendo reflexionar en torno a él, invitando a que otras y otros también lo hagan y lleguen a sus propias conclusiones.

Morin no es un “moralista”, un predicador de normas y de “buenas costumbres”. No nos presenta una lista de cosas que deben hacerse y otra de cosas prohibidas. El seguimiento de morales normativas puede llegar a resultar humanamente muy doloroso y destructivo en ciertas circunstancias, pero intelectualmente y éticamente resulta una “vía fácil”, en la que desaparece el cuestionamiento de lo que hacemos y la perplejidad ante lo real. En Morin, la ética “No es una norma arrogante ni un evangelio melodioso. Es el hacer frente a la dificultad de pensar y de vivir” [p. 224].

Poco antes, encuentro un párrafo que, en gran medida, concentra gran parte de lo que en este libro se dice: “La ética es compleja porque es de naturaleza dialógica y debe afrontar con frecuencia la ambigüedad y la contradicción. Es compleja porque está expuesta a la incertidumbre del resultado y comporta opción y estrategia. Es compleja porque carece de fundamento aunque sí sea posible reencontrar sus fuentes. Es compleja porque no impone una visión maniquea del mundo y renuncia a la venganza punitiva” [p. 223].

Querría llamar la atención, en primer lugar, sobre la introducción de la estrategia en el corazón mismo de la ética. Sin estrategia, no hay auto-ética. Dicho así, fuera del contexto general, podría pensarse que se está hablando de una ética meramente utilitarista, o de una subordinación de los medios a los fines. Nada más alejado del pensamiento de Morin. La estrategia resulta imprescindible tanto a la hora de la toma de decisiones como para el control sobre las consecuencias de nuestros actos. Una ética sin estrategia se reduciría a un brutal “hágase (mi) justicia y húndase el mundo a mi alrededor”.

Si la ética toma cuerpo a través de estrategias y opciones, se debe, en primer lugar, a la necesidad de afrontar la contradicción, una contradicción que no es dialéctica, sino dialógica. Eso quiere decir que estamos hablando de contradicciones que no se superan y suprimen en una unidad superior, de antagonismos complementarios que se mantienen y dan lugar a la complejidad de lo real. En este caso, a la complejidad ética. Enfrentados, por ejemplo, a un abanico de posibilidades de las que podamos decir que “todas son malas”, nos encontramos, por un lado, ante la necesidad de elegir, y, por otro lado, a la de hacerlo a través de una estrategia permanentemente en cuestión que trate de “minimizar” los daños de la opción tomada y que no renuncie a la duda sobre ella, que mantenga una actitud vigilante hacia sus efectos y consecuencias para tratar de paliarlos, o incluso para revisar y cambiar la decisión tomada -que puede haber dejado de ser la “menos mala”-, sin renunciar en ningún caso a fomentar la emergencia de nuevas posibilidades más positivas que las presentes o darnos cuenta, simplemente, de que habíamos tomado decisiones equivocadas.

He reflexionado sobre algunos ejemplos, un tanto extremos quizá, pero que pueden servir para tocar tierra y que, en todo caso, reflejan también la lógica de situaciones mucho menos dramáticas a las que hacemos frente todos los días.

Un grupo terrorista ha secuestrado un avión con 400 pasajeros, y se sabe, con certeza o con una probabilidad muy alta, que pretenden estrellarlo en un lugar que provocará -o podría provocar- una catástrofe de grandes dimensiones, causando la muerte de decenas de miles de personas. ¿Debe el gobierno de turno dar la orden de derribar el avión, con todos sus pasajeros?

Sin duda, la primera componente estratégica de esta decisión -”política”, pero con una dimensión ética evidente- es hacer todo lo posible para que el dilema no se plantee en los términos “tirar el avión, matando a todos sus pasajeros / permitir que siga su curso, asumiendo que una enorme catástrofe es altamente probable”. Puede usarse la diplomacia, la negociación, las concesiones, la búsqueda de formas de intercepción, la adopción de medidas para que la catástrofe no sea tal... Eso, es sin duda, lo primero, la estrategia prioritaria, y ya en sí misma portadora de conflicto, ya que se plantearán preguntas como “¿qué concesiones pueden hacerse?”. Pero, en todo caso, si fracasa y si el dilema se presenta en tales términos, optar por “malas vías” será inevitable y tendrá que hacerse sin plena seguridad de estar “eligiendo bien”, o con la convicción de que se haga (o no haga) lo que se haga se hará una mala elección.
Una respuesta ética posible sería decirse “si tiró el avión, yo soy el responsable de la muerte de quienes van en él, no podría luego mirar a la cara a sus familias, mientras que de la catástrofe los culpables serían otros, los terroristas, no sería mi responsabilidad”, y deducir de ahí que no hay que tirar el avión. En ese razonamiento hay una gran parte de verdad, pero no está nada clara la conclusión ni la ausencia de responsabilidad en el segundo de los casos. No tengo ni idea de lo que pensaría Morin al respecto, pero tengo la impresión de que esa forma de abordar el problema no sería precisamente “moriniana”, es decir, no encaja en la interpretación que yo hago de la “propuesta” ética de Edgar Morin.

Yo creo que el gobernante citado sí es responsable de la decisión de derribar o no derribar el avión. Podría decir que es “responsable”, pero no “culpable”, aunque no creo que esto solucione nada salvo para quien tranquilice su conciencia con una etiqueta. El dilema sigue planteado. Y es un dilema terrible, porque implica, en cierta forma, lo que Valente, en uno de sus poemas, describía como la obscenidad de elegir a los muertos. Pero está ahí. Quiero aclarar que no sé qué haría yo en tales casos, quizá mi cobardía ética, además de mi incompetencia, sea una de las razones por las que me aterra la simple idea de ocupar un cargo de representación política. Pero el dilema está ahí, o, mejor dicho, estaría si tal cosa llegase a ocurrir.

En cierta forma, en esta fría especulación que no debe afrontar la tragedia real más que como hipótesis, lo que es muy diferente a encararla en la realidad, me inclino por creer que la opción de tirar el avión no sería descartable y que, incluso, podría ser la “menos mala”. Pero esta opción tampoco es trivial o evidente. Para llegar a ella, habría que tomar en cuenta, por ejemplo, en qué medida podemos saber las consecuencias del atentado, hasta qué punto la catástrofe es segura o sólo probable, cosa sobre la que resulta difícil que hubiese una evaluación exacta, “numerizable”. Pero también valorar la posibilidad de que el atentado no llegue a producirse, de que sólo sea un “farol” y los terroristas lo cancelen en el último momento -y para valorar eso habría que jugar con la información que sobre ellos se tenga, si es que se tiene-, o de que los viajeros estén preparando una “rebelión” que pudiese reducir a los secuestradores... Y en todo ello habrá una enorme carga de incertidumbre. De hecho, quien tome esa tremenda decisión en vez de dejar que las cosas sigan rodando y ver qué pasa, nunca sabrá si es la mejor. Nunca sabrá si la catástrofe habría llegado a producirse realmente. Será responsable, y para algunos culpable, de por vida.

Dilemas similares, aunque quizá no tan intensos, se plantean, por ejemplo, en la tensión entre dos adecuadas “guías de conducta” -que no “mandamientos”- como “no mates a nadie” y “no permitas que maten y torturen a otros si puedes impedirlo”. En cierta forma, estoy hablando de los interrogantes éticos y políticos que nos plantea la guerra, la violencia y el uso de la fuerza. Hay quienes tienen respuestas tajantes absolutas ante ellos, pero yo no las tengo, y creo que Morin tampoco. Al menos, no las ofrece en su libro, lo que para mi es señal de sabiduría.

¿Hay que admitir un genocidio? Si utilizando la fuerza -la guerra incluso- contra los genocidas se puede parar la masacre, ¿es legítimo hacerlo? ¿Debe hacerse? Yo diría que sí, pero hay matices. Pues, en primer lugar, toda guerra contra tiranos mata inocentes, es prácticamente inevitable, incluso si se intenta evitar. Así que vuelve a ponerse en juego el dilema entre las muertes que se evitan y las muertes que se causan, lo que no es un asunto meramente cuantitativo, aunque tampoco puede evitarse tomar en cuenta ese aspecto de la cuestión (no es lo mismo causar la muerte de 300 “inocentes” para evitar la de 100.000 personas, que matar a 15.000 para salvar a 20.000). Además, ese tipo de acciones son llevadas a cabo por Estados o, quizá, en el futuro por instituciones internacionales, en cuyo comportamiento la ética no suele ser decisiva a la hora de tomar decisiones. Pero no acaban aquí las dificultades ético-políticas. Por mucho que repugne nuestro sentido de la “equidad”, no es lo mismo políticamente haberse planteado, en su momento, una acción armada en Ruanda que pensar en una en Chechenia en los peores momentos de la acción genocida del Estado ruso. Hay una razón muy simple para ello: Rusia es una potencia nuclear. Desde luego, no es justo que eso garantice a sus gobernantes un trato diferente. Pero dudo de una “ética” que forzase a adoptar una decisión política que no tomase en cuenta el inmenso riesgo que para la humanidad podría representar una confrontación nuclear. Por ello, en todos estos casos, ya no se trata sólo de decidir qué “es justo” y qué no lo es. Se trata también de las consecuencias de lo que hacemos y, por tanto, de una estrategia flexible -en lo político, pero también una estrategia ética- que las prevea y las valore, una estrategia abierta a su propia mutación a partir de esa vigilancia. Pues, por descontado, entre hacer la guerra a Rusia y acoger a Putin en “la pandilla” hay muchas vías intermedias.

Otro dilema sobre el que se ha hablado mucho es sobre la validez de la tortura si permite que un secuestrador cuente dónde está un niño capturado, que perdería la vida en caso de no ser localizado rápidamente. Tampoco hay respuesta trivial a ello. Personalmente, tendería a decir que quien tenga el convencimiento absoluto, fundado en razones, de que así podrá rescatar al niño quizá deba utilizar la tortura, pero que si lo hace deberá ser juzgado y condenado por ello, aunque tal vez -sólo tal vez- la salvación del niño, si se produce, puede ser un atenuante, aunque no un eximente.

Así que la ética no nos dice qué hacer en cada situación posible, sino que, más bien, nos obliga a evaluarlas y nos guía en cierta medida, con sus criterios, a la hora de desarrollar estrategias y tomar decisiones.
Pero las cosas son aún más complicadas. Bastante difícil es ya tener que elegir entre unas u otras consecuencias. Pero es que, incluso cuando éstas pueden parecer claras a corto plazo, y raramente ocurre así, existe un elemento añadido de incertidumbre ligado a lo que Morin ha denominado “ecología de la acción”: las consecuencias de la acción no dependen solamente de las intenciones que quien la realiza, sino también de las condiciones del contexto en el que tiene lugar; a largo plazo, las consecuencias de la acción son impredecibles. Incluso aquello en lo que no vemos riesgos aparentes puede terminar teniendo muy malas consecuencias. Las buenas intenciones pueden abrir la puerta al horror, mientras que acciones carentes de honestidad pueden dar lugar a efectos positivos. Esto vuelve a poner de relieve la importancia de la estrategia, no porque ésta pueda disolver esa incertidumbre, que no puede, sino porque nos permite mantener una vigilancia sobre lo qué ocurre, para detectar cualquier signo de que, efectivamente, nuestros actos están dando lugar a aquello que no deseábamos.

¿Quiere decir esto que da igual hacer una cosa u otra? ¿Qué da igual hacer que no hacer? No, claro está. Desde luego, el “no hacer” no existe, las consecuencias de una aparente inacción pueden ser más nefastas que las de cualquier explícita acción. Y no es igual hacer una cosa que otra. Si alguien desconocido va a ser atropellado por un coche y podemos evitarlo, hagámoslo. Es posible que se trate de un tipo que se dirige a matar a 15 personas, o de un futuro genocida de decenas de miles de seres humanos, y luego podremos arrepentirnos de haberle salvado. Pero con lo que sabíamos en ese momento preciso y de forma acorde a una ética de la solidaridad y la cooperación humana “lo ético” es salvarle. Así que la conciencia de los límites de la ética y del corto alcance de nuestro control sobre los efectos de lo que hacemos no conduce a la pasividad, al nihilismo o a la indiferencia. Pero si debe servir para que, como señala Morin, nuestra ética sea modesta y en constante revisión.

Edgar Morin considera la “ética individualizada” o autoética como una emergencia, “una cualidad que sólo puede aparecer en condiciones históricas y culturales de individualización que comportan la erosión y frecuentemente la disolución de las éticas tradicionales...” [p. 97]. Personalmente, tengo la impresión de que esa consideración es correcta si se habla, más que de la autoética en cuanto tal, del surgimiento de procesos de “generalización” de ella en sociedades en las que la autoética no es una “desviación”, sino que, en cierta forma, tiende a “normalizarse” y a tener una presencia tanto o más importante que la de las “éticas comunitarias”. Respecto a éstas, Morin señala tanto la capacidad de creación de solidaridades y ayudas mutuas que puede tener en el seno de la comunidad de que se trate, como la carga de rechazo y odio que pueden arrojar sobre las otras comunidades. Por mi parte, echo en falta esta vez un resaltado más claro de otro de los riesgos que pueden y suelen acompañar a las “éticas comunitarias”: una extraordinaria violencia interna contra sus propios individuos para “adaptarlos” a esa ética gregaria y una violencia aún mucho mayor contra quienes, pese a todo, aparecen como “desviantes”, “mutantes morales”. De hecho, creo que con mucha frecuencia las “éticas comunitarias” no son tanto “éticas” que funcionan en el marco de una determinada comunidad, sino que se convierten en el propio principio definidor de qué está dentro y qué está fuera de la comunidad.
En todo caso, para nosotros, hijos e hijas de nuestra época, pero también sus madres y padres, no resulta pensable y digna una ética que no sea auto-ética, pero ésta debe incluir tanto nuestro propio egocentrismo como la vinculación con los demás. Rechazar el egocentrismo haría inviable una sociedad humana; de hecho, pienso que quien se odia y desprecia a sí mismo odia y desprecia también, inevitablemente, al resto del mundo. Pero con igual fuerza se impone la necesidad y la fuerza del vínculo social, de la cooperación, de la solidaridad, de la comprensión mutua, del amor y hasta de la cortesía... “Cada cual vive para sí y para el prójimo de manera dialógica, es decir, tanto de forma complementaria como antagonista. Ser sujeto es conjuntar el egoísmo y el altruismo”. “Toda mirada sobre la ética debe reconocer el carácter vital del egocentrismo así como la potencialidad fundamental del desarrollo del altruismo” [p. 15].

Ética y política no son la misma cosa, aunque una fuerte tendencia nos mueva a ver, en quien difiere políticamente de nosotros, un “desviado moral”, un “discapacitado ético”. No obstante, no son dos cosas separadas. “No se puede ni separar ni confundir ética y política. Las grandes finalidades éticas necesitan casi siempre una estrategia, es decir, una política, y la política necesita un minimum de medios y de finalidades éticas, sin que eso la reduzca a la ética” [p. 85]. La complejidad de esta relación, la radical debilidad del realismo banal y del utopismo banal, el conflicto y complementariedad entre convicción y responsabilidad, son analizados por Morin a lo largo de un capítulo del libro [p. 85-93], en el que formula como pregunta ética-política clave la siguiente: “¿como salir de la prehistoria del espíritu humano? ¿cómo salir de nuestra barbarie civilizada?” Y, ante una pregunta cómo está, que nunca tendrá una respuesta acabada y definitiva, nos advierte de que no se trata de eliminar los antagonismos ni alcanzar la armonía, sino de la creación de una sociedad compleja, diversa y conflictiva, pero en la que tengan mayor presencia la cooperación, la solidaridad, la responsabilidad, la compasión...

Casi cien páginas después [pp. 185-186], Morin afirma la urgencia de conjugar ética y política en “una antropolítica que integre los imperativos de la ética planetaria”. Una ética planetaria que, a su entender, requiere nueve tomas de conciencia capitales: de la identidad humana común a través de la diversidad; de la comunidad de destino ente los seres humanos y entre éstos y el planeta; de que la incomprensión destroza las relaciones humanas; de la finitud humana en el cosmos; de nuestra condición como “terrícolas” y de nuestra relación con la biosfera; de la necesidad de combinar el pilotaje consciente y reflexivo de la humanidad con el pilotaje eco-organizador de la naturaleza; de la responsabilidad y solidaridad planetaria hacia las criaturas de la tierra, de la responsabilidad y solidaridad hacia las siguientes generaciones; de la Tierra-Patria como comunidad de destino, de origen y, también, de perdición, como seres condenados al sufrimiento y a la muerte.
El reto es, dice Morin, “superar la impotencia de la humanidad para constituirse en humanidad, de donde se deduce la necesidad de una política de la humanidad”, que se daría como horizonte “asegurar, como prioridad material, la disponibilidad de agua, alimentos, energía, medicamentos, y como prioridad moral la reducción de la subordinación y la humillación sufrida por la mayor parte de la población del globo” [p. 186].

La ética que nos propone Morin es ética de resistencia a la crueldad. Pero también es ética creadora de realización de la vida humana. “No niego la salvación por masoquismo o gusto por el dolor; en ella me impide creer un mínimo psíquico de racionalidad. Pero la renuncia a la Salvación, a la Promesa, me impulsan aún más a adherir a la poesía de la vida. Donde hay desesperanza, la poesía de la vida, la participación, la comunión y el amor aporta alegría y plenitud” [p. 227]. Y termina así el libro: “Amad lo frágil y perecedero, pues lo más precioso, lo mejor, incluyendo la conciencia, la belleza y el alma, son frágiles y perecederos” [p. 232].
Imprescindible lectura.