03 noviembre 2006

LULA REELEGIDO COMO PRESIDENTE DEL BRASIL

El derecho a festejar y a luchar
Por Emir Sader

Hace exactamente cuatro años -muchos de nosotros en la Avenida Paulista, otros tantos fuera y dentro de Brasil- conmemorábamos la victoria de Lula, del Partido de los Trabajadores (PT), de la izquierda. Mucha gente dejaba escapar lágrimas, gritos y tantas cosas reprimidas que venían desde lejos: el recuerdo de compañeros que no pudieron conmemorar con nosotros, las frustraciones acumuladas ante el país devastado por el gobierno que -por fin- terminaba derrotado aquel día.

Festejábamos, pero con sabor amargo en la garganta. Sabíamos que era nuestro gobierno, pero algo se nos escapaba allí. Ganábamos, acabábamos derrotando al gobierno de Fernando Henrique Cardoso, pero se cernían sombras sobre la victoria que indicaban que ésta se nos escapaba. Algo indicaba que nuestra victoria no era necesariamente nuestra victoria, la de la izquierda antineoliberal, la de "otro mundo es posible".

Habíamos luchado contra las privatizaciones, las contrarreformas neoliberales con un Estado acotado y menores políticas sociales, reglamentaciones, derechos laborales, empleos formales, soberanía, esfera pública, educación pública, cultura pública. Luchamos contra las limitaciones a los derechos de los trabajadores, los pensionados, trabajadores sin tierra, universidades y salud pública. Triunfaba el Brasil de Lula, del PT, de los sin tierra, de la central obrera, de Porto Alegre, del presupuesto participativo, del Foro Social Mundial.

Nuestras desconfianzas se confirmaron con más rapidez de lo que suponíamos. Henrique Meirelles 1 y el mantenimiento de la tasa de interés y el superávit primario, eran puntas de un iceberg más profundo: la supervivencia del modelo económico heredado de Cardoso. La habían llamado "herencia maldita", pero sin exhibirla para enseñar el Brasil deshecho y rehecho en la Bolsa de Valores en manos de los tucanos-pefelistas 2 , un país de educación y cultura privatizadas, con el escándalo histórico de la privatización de entes públicos saneados con dinero del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, y enseguida vendidos a precios de barata también con recursos públicos de ese banco.

En nombre de la superación de esa "herencia" nos fue impuesta una contrarreforma del sistema de previsión social, que desató un fatal desencuentro entre los movimientos sociales y el gobierno, porque se metía en el camino de "reconquistar la confianza del mercado" a espaldas de derechos de los trabajadores. Nuestro gobierno hacía "lo que Cardoso no había tenido el coraje de hacer", aunque omitía decir que el impedimento para que él lo hiciera fue la resistencia que opusimos.

No pasó mucho para que el modelo -llamado inicialmente "herencia maldita"- fuese perpetuado, con el sostenimiento de las tasas de interés reales más altas del mundo, el superávit primario por encima del demandado por el FMI, con la dictadura del contingenciamiento de recursos (del presupuesto federal) por el equipo económico que pasó a definir cuánto se destinaba a políticas sociales; cuál era el nivel de aumento al salario mínimo y el máximo que podía ofrecer el gobierno, si se viera obligado a cumplir la "prioridad de lo social" por la cual había sido electo.

Se perpetuó el modelo afirmándose que era el mejor; se agradeció al antecesor de Lula con un abrazo por la "herencia" -a partir de allí rebautizada "bendita"- que había dejado. Todo se acompañaba con un discurso desmovilizador, autocomplaciente, que no señalaba a los adversarios políticos que habían diseñado el país más injusto del mundo.

Nunca sentimos tanta amargura, porque una cosa era ver al país ser despedazado por los que nos habían derrotado y otra era ver un equipo en el Banco Central completamente alejado de las tradiciones de los economistas del PT. Había que ver a los grandes empresarios hacer prevalecer sus intereses de negocios agroexportadores, de diseminación de transgénicos sobre los sin tierra, la reforma agraria, la economía familiar, la autosuficiencia alimentaría en nuestro gobierno. Otra cosa era ver a las radios comunitarias reprimidas en lugar de incentivadas; la prensa alternativa sobrevivir a duras penas, mientras el gobierno continuaba alimentando a los grandes monopolios antidemocráticos de los medios privados.

Fue muy duro: en ciertos momentos habría sido más fácil dejar correr el discurso y adherir a la teoría de la "traición", refugiarnos en las denuncias y abandonar la posibilidad de construir una alternativa concreta. Como si no bastase todo eso, vinieron los "escándalos": nos volvíamos el partido de los "mayores escándalos de la historia del país". La palabra petista era acompañada por la desconfianza de la "corrupción".

Sin embargo, nosotros nos quedamos. Sabíamos que nuestra política exterior era correcta y se había vuelto esencial para el continente, ya poblado de gobiernos progresistas como nunca ante en América Latina. Sabíamos que nos podíamos enorgullecer de Petrobras, de la autosuficiencia energética, de que se había rescatado a Brasil de la crisis por medio de una tecnología de investigación y extracción de petróleo en aguas profunda, con técnica pública nacional. Sabíamos que la privatización de la educación, que había hecho proliferar facultades y universidades privadas como verdaderos shopping-centers que vendían educación como Big Macs, había terminado.

Que Lula no era Cardoso. Que los movimientos sociales no eran criminalizados y reprimidos y las relaciones con Venezuela, Bolivia, Cuba, Argentina y Uruguay eran de hermandad y no de preconceptos de quien mira para el norte, allende fronteras. Que el ALCA había sido detenido y derrotado por nuestra política exterior y Brasil había sido el principal responsable de la reaparición del sur del mundo en el escenario internacional con el Grupo de los 20 y las alianzas con Sudáfrica e India.

Nos quedamos también porque sabíamos que irnos sería recaer en la vieja e infértil tentación del refugio en el "doctrinarismo", camino que el PT se había propuesto superar. Sería retomar el viejo círculo de Sísifo, interminable en avances, victorias, "traiciones" y retorno a la resistencia, como una tragedia griega que condenaba a la izquierda a tener razón pero siempre ser derrotada; a sentir vergüenza y desconfianza de las izquierdas triunfantes.

Valió la pena quedarnos, creer que este era el mejor espacio para acumular fuerzas y construir alternativas, porque desde allí se derrotaría al monopolio privado de los medios de comunicación, demostrando que es posible e indispensable construir formas democráticas de expresión de la opinión pública, sacando a las dos manos oligopólicas de las cuatro familias que creían ser dueñas de la opinión.

Al quedarnos recuperamos la posibilidad de construir "otro Brasil", camino que parecía cerrado en medio de tanto superávit fiscal, tasas de interés exorbitantes y múltiples denuncias. Nos recuperamos especialmente en la segunda vuelta electoral porque llamamos "derecha" a la derecha. Criminalizamos las privatizaciones, posibilitando que emergiese la condena mayoritaria de los brasileños al proceso embelezado y sacralizado por los medios porque apelamos a la movilización popular e hicimos una campaña de izquierda. También porque comparamos el gobierno de ellos con el nuestro que, pese a sus debilidades, se mostró incuestionablemente superior al de ellos. Triunfamos porque cambiamos, no porque nos estancamos.

Ahora festejamos en la Avenida Paulista y en otros lugares -sobre todo en esos millones de casas de beneficiarios de la Bolsa Familiar, de la electrificación rural, de los microcréditos, del aumento a los salarios mínimos-, lo que principalmente los dignifica a quienes se sintieron contemplados y representados.

Festejamos con el mismo sabor amargo en la garganta -pero con esperanza más que con desconfianza- el derecho a tener otra oportunidad. Festejamos el derecho a abandonar la política económica conservadora que impedía el crecimiento y bloqueaba la expansión del crecimiento.

Festejamos el derecho de reabrirnos espacios de lucha -que nuestros errores amenazaban con cerrar- y que conseguimos salvarnos de una derrota que habría condenado a la izquierda -y con ella al país- a muchos años de nuevos retrocesos políticos. Festejamos porque bloqueamos la posibilidad de regresiones en América latina y seguimos acercándonos a los procesos de integración.

Festejamos, porque merecemos la victoria -a pesar de nuestros errores-, pero para estar a la altura de ella tenemos que hacerla de izquierda, al nivel del apoyo que el gobierno recibió de los más pobres, de los marginados, de los que trabajan más y ganan menos. De los que supieron resistir el embate de la propaganda que los medios desplegaron sobre todos.

Festejamos, pero juremos nunca más dejar que nuestro gobierno se desvíe del camino del desarrollo económico-social, de la política de universalización de los derechos, de democratización de los medios de comunicación, de socialización de la política y el poder.

Festejemos y retomemos la lucha, en condiciones mejores, por otro "Brasil posible" que esté al alcance de todos nosotros, del gobierno, del PT, de la izquierda, de los movimientos sociales, de la intelectualidad crítica, de la militancia política y cultural.

Supimos decir "No a la derecha"; afirmar "Fernando Enrique Cardoso nunca más"; construir la "prioridad de lo social"; derrotar a la derecha en todos los planos para construir un Brasil justo, solidario, democrático y humanista. Para volver a conmemorar dentro de cuatro años, sin sabores amargos, sin desconfianza, con el corazón y la mente orgullosos del país que supimos construir.


1. Presidente del Banco Central de Brasil designado por Lula.
2. Denominación dada a la alianza de los partidos de la Social Democracia Brasileña y del Frente Liberal.

Traducción: Rubén Montedónico